Ramallets

Todo equipo de ensueño requiere de una personalidad fuerte bajo los palos. El mítico conjunto barcelonista de comienzos de los 50, el de las ‘Cinco Copas’, contó con los reflejos y la valentía de un chico de barrio para proteger su portería. Antoni Ramallets acaudaló un historial fértil en títulos con su club, y colaboró además en la consecución del cuarto puesto de la selección en el Mundial de 1950. Sólo la Copa de Europa le fue esquiva: Berna y sus palos de madera cerrarían una exitosa carrera.

Al romper la década de 1940, un joven espigado, con abundante cabellera, ágil hasta lo increíble, sereno y valiente bajo los palos acudía al campo del CD Europa, club emblemático del barrio barcelonés de Gracia. Su nombre, Antoni Ramallets Simón, hijo también del barrio. Nadie podía imaginar que estaba asistiendo al nacimiento de un mito, que con el paso del tiempo sucedería nada menos que al siempre legendario Zamora. Pero así ocurrió.

Antoni Ramallets Simón había nacido el 4 de julio de 1924. Dicen que ya a los ocho años andaba parando pelotas de trapo por las calles de Gracia. Lo cierto es que con 15 años entró a trabajar en la fábrica Casacuberta. No quería estudiar, quería ser portero de fútbol. Compartió su oficio con la dedicación a varios equipos aficionados como el Racing del Guinardó. Un buen día, según cuenta él mismo, el señor Vieta -un mítico y desinteresado dirigente del CD Europa- lo tentó y se lo llevó al histórico club. Allí firmaría su primera ficha profesional: 200 pesetas al mes.

La mili se lo llevó a la Base Naval de San Fernando (Cádiz) y allí conquistó con su equipo el subcampeonato de España de la Marina. Como premio lo trasladaron a Palma de Mallorca, lo que le abrió las puertas para jugar en el RCD Mallorca desde 1944 a 1946. En mayo del 46 se fijo en él Barcelona, todo un sueño hecho realidad. Visto así puede parecer que la suya fuese una carrera fulgurante, pero lo cierto es que le costó ganar la portería del primer equipo culé. A los técnicos no acababa de convencerles su planta física, que dicho sea de paso era admirable. De modo que fue cedido al Real Valladolid, entonces en Tercera División.

Allí devino en ídolo: los de Pisuerga ascendieron a Segunda en 1948, tras un partido de promoción ganado al Racing de Santander (3-1) en el que Ramallets fue el héroe. El Barcelona lo reclamó rápidamente, lo que constituía un nuevo paso adelante, aunque no decisivo, porque Velasco -el titular- estaba en plena forma. Más de un año pasó Antoni en blanco hasta que una grave lesión de Velasco (desprendimiento de retina) en Vigo al lanzarse a los pies de Mecarle, le abrió el paso.

Ramallets recuerda: “Fue mi gran ocasión ya que aquella misma semana el Barça celebraba sus bodas de oro ante el Palmeiras y el Copenhague. Allí me gané la confianza de todos”. Y, efectivamente, a partir de aquella conmemoración, nuestro hombre entró en el camino de la leyenda con paso firme. Tanto, que llegaría a jugar en su amado Barcelona más de 500 partidos, siendo uno de los jugadores con mayor palmarés personal. Al retirarse, tras más de trece años en el club, lo hizo con títulos tan importantes como éstos: seis Ligas Españolas, cinco Copas del Generalísimo, dos Copas de Ferias, dos Copas Latinas y el subcampeonato de la Copa de Europa de 1961. A título personal obtuvo cuatro trofeos Zamora y, por su ejemplar trayectoria deportiva, la preciada Medalla al Mérito Deportivo. Con el paso del tiempo se ha ganado el título de mejor portero de la historia azulgrana, en la que figuran grandes porteros como el mítico Zamora, que no cumplió toda su vida de élite en el club, a diferencia de Ramallets. Tuvo además el honor de formar en el equipo de estrellas culés que inauguraron el Camp Nou, el 24 de septiembre de 1957.

La temporada 1951-52 supuso un punto de inflexión en la historia del Barça, pues se instaló como equipo triunfante en toda la línea, enlazando con los sentimientos populares: comenzó ser más que un club. Fue la temporada que ha pasado a la historia como la de las "Cinco Copas", (Liga Española y Copas del Generalísimo, Latina, Eva Duarte y Martini Rossi) en la conquista de las cuales Ramallets supuso un puntal básico. Aquel equipo, con Kubala de líder, el valladar Antoni en la puerta, y hombres como Segarra, Biosca, Basora, César, Moreno, Manchón, Bosch o Gonzalvo III, marcaría un hito para el barcelonismo.

Tras ocho años de titularidad en el Barça, los seleccionadores nacionales Guillermo Eizaguirre y Benito Díaz le llamaron para participar en el Mundial de 1950. Ramallets debutó en Maracaná, en el segundo partido, que se ganó por 2-0 a Chile, tras una gran exhibición del portero español, que sorprendió por su estampa, su agilidad increíble, su sangre fría cuando era preciso y su valor. Tal fue la impresión que causó a los aficionados locales que comenzaron a llamarle el "gato de Maracaná", mientras el mujerío le reconocía como el "belo goleiro".

Histórica fue la victoria sobre Inglaterra, con el famoso gol de Zarra, que Matías Prats inmortalizó, pero es de justicia concederle a Ramallets su importante porción de la tarta. El ilustre periodista Antonio Valencia, escribió en Marca: “Hoy en el primer tiempo [Ramallets] ha estado colosal y me ha hecho pensar que había resucitado Zamora, a los treinta años justos de la gesta de Amberes”.

Después vendría un empate a dos tantos con Uruguay, que a la postre sería campeón del Mundo. España acusó el esfuerzo y se hundió ante los brasileños y los suecos, clasificándose en cuarto lugar. Una inesperada gesta que Ramallets recordó con motivo del Mundial del 82 en España: “Quedamos clasificados cuartos. No estuvo mal. Hasta hoy no se ha mejorado este resultado, pero nos supo a poco”.

En total el "Gato de Maracaná" jugó 35 partidos con la selección nacional, obteniendo 18 victorias, ocho empates y nueve derrotas, encajando 51 goles.

Al romper los años 60, aquel joven espigado de Gracia había superado la cresta de la ola y se encontraba cerca del retiro. Solamente le faltaba la Copa de Europa y fue a por ella. De entrada todo pintaba bien, consiguiendo la proeza de eliminar al Real Madrid, que había levantado las cinco primeras. Y llegó la final de 1961. Escenario: Berna; rival: el Benfica portugués. El Barça abre el marcador, por obra de Kocsis, domina a su rival y exhibe trazas de campeón, pero cuatro tiros al poste de sus jugadores de campo y dos goles de los que nunca se le colaban a Ramallets dejaron la cosa en un triste 3-2. No fue posible añadir el último título al extraordinario palmarés de Antoni Ramallets Simón, que se retiraría entregando el testigo al valenciano Pesudo.

Aún tendría su cuota de gloria como entrenador, clasificando en 1963 al Valladolid en cuarto lugar de la Liga, lo que constituye la mejor clasificación de la historia del club pucelano.
Fuente: Don Balón

Eulogio Martínez

Ciertos delanteros son capaces de elevar el gol a la categoría de arte. Uno de ellos vino de Paraguay y encandiló a la parroquia del vetusto Las Corts, primero, y del vanguardista Camp Nou, después, con un virtuoso repertorio de goles. Su nombre, Eulogio Martínez, enunciaba a las claras unas raíces españolas que le permitieron despuntar también en la selección española.

Al finalizar la temporada 1955-56, en la que el FC Barcelona había terminado segundo a un punto del campeón, el Athletic Club de Bilbao, el club azulgrana realizó un puñado de incorporaciones.

Subió al primer cuadro a algunos jóvenes de su propia cantera -en aquel entonces era lo habitual- como Gensana, Vergés, Ribelles y Coll.

Junto a los citados, llegaron dos paraguayos recomendados por el secretario técnico, Pepe Samitier. Uno era Melanio Olmedo, un zaguero central alto, fuerte, muy corpulento, y de trote cansino. Le acompañaba un delantero con cara de niño bueno, de piel muy blanca –en contraste con su compañero, muy moreno–, de pierna algo corta y rodilludo, que parecía llegar casi en calidad de torna. Los dos venían de Asunción: el uno del Sol de América y el otro del Libertad, si bien con anterioridad había jugado en el Atlanta.

Este último, el delantero, se llamaba Eulogio Martínez Ramiro y no tardó nada en convertirse en ídolo de la afición barcelonista. Pronto fue Eulogio, a secas, admirado y querido por todos por su entrega, pundonor, su habilidad con el balón en los pies y su facilidad goleadora. Y todo ello a pesar de su correr con aire rústico y engañosamente insuficiente. Llegó a jugar 225 partidos con el Barça: marcó 168 goles. Olmedo tuvo menos fortuna. Apenas se alineó en siete encuentros, entre oficiales y amistosos, y ya en la temporada siguiente, fue cedido al Lérida desde donde regresó a Paraguay para dedicarse a la política. Y en ese campo si que triunfó, puesto que llegó a ser ministro, aunque en el gobierno de una dictadura militar.

A Eulogio, nacido en Asunción en 1935 en el seno de una familia española, comenzó a llamársele el "Abrelatas" por la facilidad que tenía para romper las defensas contrarias. Una de sus jugadas características que, a pesar de la reiteración siempre acababa sorprendiendo al defensa, era irse con el balón hasta la línea de fondo, entre la portería y el córner. En cuanto el adversario le acosaba, picaba el balón con la punta del exterior de su pie derecho y le hacía un sombrero espectacular que era acogido con un ¡oh! colectivo de admiración, incluso en los estadios rivales. Muchas de estas acciones acababan en gol, marcado por el propio Eulogio o servido a un compañero que, avezado por la experiencia, acompañaba atentamente la jugada.

En la temporada 1956-57, cesado el entrenador Platko (ex guardameta mítico), tomó las riendas del equipo Domingo Balmanya quien ya pudo contar plenamente con Eulogio. Y a fe que éste respondió a tope: jugó 45 partidos y marcó la nada despreciable cantidad de 37 goles. El equipo tampoco ganó la Liga, pero si la Copa del Generalísimo, en la que Eulogio vivió uno de sus días de mayor gloria. Enfrentando al Atlético de Madrid, en el entrañable campo de Las Corts, el equipo culé arrolló por 8-2. El astro paraguayo firmó… siete, ¡y le anularon otros dos! Eulogio goleó cinco veces en el primer tiempo, y dos en el segundo. Ese fue el partido de vuelta, con un equipo azulgrana que parecía haberle tomado la medida al colchonero (en el de ida había ganado por 2-5 con otro gol de Eulogio). Llegó la final de Copa, en la que se enfrentaban por vez primera los dos equipos barceloneses. Lo hicieron en Montjuic; el Barça ganó 1-0, con gol de Sampedro, el menos reconocido de una delantera en la que le acompañaban Basora, Villaverde –un uruguayo a quien también el público llegó a querer mucho– Kubala y el propio Eulogio Martínez. En la memoria de todos ha quedado este derby como el más importante y trascendente de los que han disputado los dos grandes equipos barceloneses.

El 24 de septiembre de 1957, día de la Mercè, se inauguró el Camp Nou. Cien mil espectadores abarrotaron un escenario que encandiló al mundo por ser un ejemplo de majestuosa modernidad. Entre los muchos actos programados, se disputó un duelo amistoso entre el Barcelona y una selección de Varsovia que era, en realidad, el auténtico combinado nacional polaco. Ganó el Barça por 4-2 y Eulogio Martínez inscribió su nombre con letras de oro en la historia azulgrana, al haber marcado el primero de esos cuatro goles, el primero en el nuevo estadio.

En la temporada siguiente, el FC Barcelona ganaría su primera Copa de Ferias, al imponerse a la selección de Londres, a doble partido.

Aquellos partidos no pudo jugarlos Kubala, pero la delantera que Barcelona presentó en Londres bien pudo ser calificada como de lujo: Tejada, Villaverde, Eulogio, Evaristo y Basora. En el encuentro de vuelta, Villaverde le cede su plaza a un chaval al que llamaban Luisito Suárez, llegado de A Coruña. Marcó dos goles. El Barça ganó 6-2 y Evaristo marcó otros dos, uno Vergés y uno Eulogio, que no podía quedarse sin dejar su impronta en fecha tan señalada. Fue el único que marcó en ambos partidos, ida y vuelta, ya que en Londres había conseguido el empate a dos.

En 1957, el Barcelona completó una letal nómina de goleadores con la llegada del brasileño Evaristo. Ambos compartían posición con Tejada, Kubala, Kocsis, Luis Suárez, Villaverde, Czibor y Rivelles, pero el público sólo podía contemplar a cuatro de ellos en cada partido –entonces no existían las sustituciones–. Eulogio y Evaristo formarían una sociedad implacable cara a las porterías contrarias, que logró en poco tiempo el favor de los aficionados. En aquella primera temporada juntos, Eulogio disputó 38 partidos entre Liga, Copa de Ferias, Copa de España y amistosos. Evaristo, jugó 36. Marcaron la friolera de 62 goles. A partes iguales: 31 por barba.

Aquella además la temporada en la que nuestro protagonista accedió a la internacionalidad: primero, con la selección B (octubre de 1958) y, más tarde con la absoluta, a la que defendería en ocho ocasiones y para la que firmó seis goles.

En la Liga que el Barça cosechó el curso 1959-60, Eulogio volvió a ser de los más utilizados: jugó 24 partidos y fue el segundo máximo goleador tras el madridista Pancho Puskas.

Pero el paraguayo ya comenzaba a tener problemas de obesidad. Cada entrenamiento, envuelto en plásticos desde el cuello hasta casi los pies, suponía todo un sacrificio. El sobrepeso era evidente aunque él continuaba jugando y luchando, entre el cariño de la afición. Así hasta que en 1962 se fue al Elche durante dos temporadas, después al Atlético de Madrid y, finalmente, al Europa y al Calella. Allí terminaría por arraigar, impartiendo sus conocimientos futbolísticos a la vez que regentaba un bar que le facilitó el presidente. Tuvo mala suerte en lo económico, pero en Calella había encontrado el calor, el cariño y el apoyo que le hacían falta.

En 1984, cambiando una rueda de su coche en plena carretera, fue arrollado por otro vehículo. Después de 23 días en coma, falleció.

Trágico final para uno de los puntales históricos del Barça y referencia obligada del fútbol español de mitad de siglo XX.
Fuente: Don Balón

Faas Wilkes

Llegó a Valencia en el verano de 1953 y su presencia, más allá de lo futbolístico, porque era un monstruo del balón, se convirtió en un fenómeno social que arrastró a Mestalla a aquellos que nunca habían pisado ese recinto. Faas Wilkes entró con sus regates en la historia del Valencia y fue el primer futbolista de la historia cuyos goles fueron celebrados con flamear de pañuelos. Falleció el pasado 15 de agosto.

Uno, dos, tres, cuatro… los aficionados, que acudían a Mestalla exclusivamente para verle jugar, contaban sus driblings y los defensas que quedaban sentados sobre el césped víctimas de los regates de aquel holandés que llegó al Valencia en 1953. Su nombre era Servaas Wilkes Laarts, aunque todo el mundo lo conoció como ‘Faas’ Wilkes. Nacido el 13 de octubre de 1923 en Rotterdam, siempre demostró una gran facilidad para destacar en cualquier deporte, de la natación al fútbol, aunque al final se decantó por el mundo del balón. Ya a los 18 años en las filas del Xerxes, en el que su hermano jugaba de portero, comenzó a labrarse una fama de delantero elegante dueño de un desborde impredecible para sus rivales. A los técnicos les impresionaba su figura y la forma que tenía de llevar el balón cosido a la bota. Y su carrera creció a ritmo vertiginoso.

Convertido en internacional y en verdadero ídolo, el 10 de mayo de 1947 se enfunda en el HampdenPark de Glasgow la camiseta de la FIFA ante 137.000 espectadores que acudieron para festejar el regreso de Gran Bretaña al máximo organismo futbolístico. Wilkes formó al lado de Parola (Italia), Gren y Nordhal (Suecia) y De Rui (Francia), seleccionado por el austríaco Kart Rappan: perdieron por 6-1, aunque el resultado fuese lo de menos. El holandés cautivó a Europa cuando todavía era un jugador amateur. Wilkes regresa a Holanda y comienza a pensar en la idea de pasarse al profesionalismo. Ofertas no le faltan y, finalmente, acepta una jugosísima del Inter de Milán, por el que ficha en la temporada 1949-50.

Ya en San Siro, con la elástica neroazzurra, formará pareja con el húngaro Istvan Nyers: el Inter fue el precursor en el fichaje de jugadores extranjeros a finales de los años 40. Ambos hicieron las excelencias de la afición interista, pero el equipo queda tercero en su lucha por el Scudetto muy lejos de la Juventus. La siguiente temporada, el Inter termina segundo tras el eterno rival, el Milan, y en su tercera temporada consigue otro tercer puesto. En total disputa 95 encuentros en los que anota 47 tantos. No ganó títulos, pero Wilkes caló hondo entre los aficionados por su manera espectacular de acariciar el balón. Cogía la pelota en el centro del campo y lo llevaba hasta el área contraria. Un futbolista distinto en esa época, solitario, al que en ocasiones sus compañeros le reprocharían un excesivo individualismo. Así se marchó al Torino, que después la tragedia de Superga de 1949 llevaba tiempo construyendo un equipo nuevo que hiciera olvidar al que comandara Valentino Mazzola.

Wilkes parece el jugador idóneo para ser la estrella del club granate y llega a Turín en el verano de 1952. Juega la temporada 52-53 y precisamente a finales de esta temporada, el 20 de junio, el Torino visita Mestalla, para disputar un partido de homenaje al gran Antonio Puchades (venció el Valencia por 4-1). Wilkes sentó cátedra y todos, en las gradas y en el palco, preguntaron por el nombre de ese larguirucho que parecía siempre tener el balón adherido al pie. Ese interés se tornaría poco después en un contrato.

Su paso por Mestalla causó sensación, sobre todo en su primera temporada, en la que anotó 18 goles en 28 partidos y durante la que levantó continuamente de sus asientos a la afición valencianista con sus regates inverosímiles. Sus espléndidos goles eran celebrados con flamear de pañuelos, algo insólito por quedar reservado para los toreros en las tardes de gloria. Debutó con el Valencia en el Sardinero, duelo que el equipo entrenado por Quincoces perdió por 3-1.

El Valencia terminaría levantando la Copa pero Wilkes, en su condición de extranjero, no pudo jugar. El club ‘che’ estaba inmerso en la remodelación del gran Mestalla y siempre se ha dicho que las actuaciones del astro tulipán pagaron la construcción de la nueva tribuna. Al recinto acudía gente que nunca había pisado el estadio, para ver exclusivamente las actuaciones de aquel genio del balón. Su temperamento impredecible y visión, que en ocasiones no entendían ni sus propios compañeros, hizo acuñar una frase mítica que se adjudicó a algún jugador del Valencia de aquella época: ”Què fas, Faas? ” (¿Qué haces, Faas?).

Sin embargo, en las restantes temporadas su rendimiento decayó al serle diagnosticado bocio, enfermedad de la que hubo de ser intervenido quirúrgicamente y que le obligaba a vivir frente al Mediterráneo en la playa de la Malvarrosa. La siguiente campaña, una lesión truncaría su carrera de nuevo. Wilkes era sometido a marcajes durísimos y en más de un partido terminó siendo cazado. Maltrecho, tuvo que pasar por el quirófano y se marchó a Holanda a recuperarse a finales de temporada. El Valencia terminó quinto en la tabla y su contrato, renovado por un año más. En la tercera temporada, 1955-56, Wilkes volvería a demostrar su categoría con 12 goles en 19 partidos, aunque ya acusa sus 33 años. Pese a que Wilkes sólo militó tres cursos en el club levantino, el holandés se ganó el cariño y la admiración de todos. Causó baja en el Valencia el 30 de junio de 1956, tras disputar 63 partidos de Liga y marcar 38 goles.

Nadie le olvidó. Hasta el punto que el club organizó un partido homenaje, junto al que había sido portero durante muchas temporada, Ignacio Eizaguirre. Dicho homenaje se celebró el 19 de marzo de 1957 cuando Wilkes ya había regresado a Holanda para jugar en el Rotterdam, un pequeño club que le convenció para no dejar el fútbol. Wilkes y Eizaguirre recibieron ese día de San José el cariñoso reconocimiento del público ‘che’ en un duelo ante el Wolverthampton.

La temporada siguiente, Wilkes ficha por el Venlo y brilla a gran altura en la Liga Holandesa. En verano vuelve a las playas valencianas de vacaciones y recibe una oferta del club para regresar, que no se concreta.

Entonces, recibe una propuesta del Levante, que juega en Segunda División e intenta dar el salto de categoría: la acepta sin pensarlo dos veces. Wilkes le costó al equipo de Vallejo un millón de pesetas, una fortuna para la época. Defendió la camiseta del Levante en una temporada en la que los ‘granota’ estuvieron a punto de ascender (finalizó en segunda posición, pero perdió la promoción contra la UD Las Palmas). Terminada la campaña, se retiró definitivamente en su país.

Pero el valencianismo continuó en su corazón y disputó algunos encuentros amistosos como el del 17 de marzo de 1959 frente al Stade de Reims de Just Fontaine (ganó el Valencia por 2-1) que sirvió para inaugurar la iluminación eléctrica de Mestalla.

Al colgar las botas se decantó por los negocios. Inauguró una tienda de moda en Rotterdam que bautizó con el nombre de ‘Monísima’, una palabra que recordaba su paso por España. El Valencia tampoco olvidó a Wilkes. La última vez que el equipo estuvo en Rotterdam (en 2003, para enfrentarse al Maccabi Haifa), recibió un entrañable reconocimiento en el que se le impuso la insignia de oro y brillantes del club. Por eso se sintió tanto en la capital del Turia la desaparición, el pasado 15 de agosto, del primer gran holandés de nuestra Liga.
Fuente: Don Balón

Andrade, la "Perla Negra" uruguaya

Uruguay es un caso muy particular en el fútbol mundial. Sus escasos 3 millones de habitantes en algo más de la mitad del territorio de Italia, no fueron impedimento para conquistar los máximos logros en el más popular de los deportes. Esos grandes triunfos deportivos permitieron a muchos conocer a la más pequeña de las naciones sudamericanas, mientras que para los uruguayos fueron una afirmación de su identidad nacional.

Víctor Rodríguez Andrade nació en el seno de una familia en la que el nombre de un futbolista legendario como su tío José Leandro Andrade, constituía toda una responsabilidad y un ejemplo de admiración. José Andrade fue el primer crack negro del mundo, y el primer futbolista llamado “la Maravilla Megra”, siendo predecesor de Eusebio o Pelé.

Andrade era el dueño de la banda derecha de Uruguay, camiseta con la que obtuvo la primer Copa del Mundo en 1930, además de 2 torneos Olímpicos (1924 y 1928) y 3 Copa América (1923, 1924 y 1926). Precisamente el apodo de “Maravilla Negra” surgió en los Juegos Olímpicos de París donde maravilló a la prensa europea, que hasta el momento desconocía el nivel del fútbol sudamericano.

Tal era la admiración de Víctor por su tío, que pese a que su apellido era Rodríguez, adoptó su nombre futbolístico en honor a su tío. Sin embargo, pese a la sangre de crack en sus genes, a Rodríguez Andrade le resultó muy difícil desprenderse de la comparación, que no era solo por aspectos familiares o de raza, sino que Víctor jugaba en la misma posición que su tío, en el lateral, lo que antiguamente se llamaba half izquierdo.

Quizá por las condiciones físicas que tienen los negros, los Andrade era unos verdaderos atletas, pero con la virtud de poder utilizar esa velocidad y sus grandes condiciones físicas para desbordar permanentemente por las bandas, gambetear en el momento preciso, ganar en el cuerpo a cuerpo, y tener aire para volver y neutralizar al punta rival, cuestión muy poco frecuente en la época. Todo aquello nació en los campos de juego improvisados, con ropa en lugar de postes y pelotas de trapo, donde se forjó su técnica depurada, que luego sería exhibida en las canchas del mundo.

Sin duda el hito que marco la vida de este jugador fue el Mundial del 50, en Brasil, donde se consiguió la mayor hazaña en la historia de los Mundiales. Fue la única vez que una Copa del Mundo definió el podio mediante una liguilla, y no con eliminación directa. De esta forma se llegó al último partido, entre Uruguay y Brasil, donde a la canarinha le alcanzaba un empate para ser campeón.

El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo, y era una fija, ya que además venía goleando a todos sus rivales.

El trabajo fundamental de Andrade, quien fue titular indiscutible en los 4 partidos, fue anular al crack brasileño Zizinho; objetivo que consiguió a excepción de una vez, cuando Zizinho habilitó a Friaça, para que apenas comenzado el segundo tiempo pusiera en ventaja a Brasil. Pero quizá lo ocurrido inmediatamente después del gol, fuera fundamental para el desenlace. Según contaba el propio Rodríguez Andrade: “Tal vez sea el único que lo diga, pero 100% de seguridad que es cierto. Cuando Friaça picó, el línea levantó el banderín. Y en ese segundo que perdí, se me fue los metros suficientes como para llegar de cara a Máspoli… Cuando aquello parecía derrumbarse, Jacinto (en referencia al capitán Obdulio Varela) se me acercó y me dijo: ¿Qué pasa? Fue offside, Jacinto, fue offside”. A raíz de esto, Varela “protestó, discutió con medio mundo, demoró, todo con el fin de enfriar el partido; cuando enfiló al medio, siempre con la pelota bajo el brazo, con su vozarrón tapó los gritos, a esa altura silbidos por la demora, y dijo, vamos que a estos japoneses les ganamos”. Sobre esa situación, el propio Andrade dijo que “esperé, nadie se movió, fui a protestar y cuando llegue al centro del campo, eso era un cementerio”.

Lejos de disminuir su rendimiento ante el gol y arengado por su capitán, Andrade se convirtió en un candado para el fondo charrúa y se dio el lujo de desbordar por su lateral en reiteradas ocasiones exigiendo al fondo brasileño, que finalmente caería ante Schiafino y Gigghia. Este triunfo catapulto a la historia a todos sus integrantes y por primera vez Rodríguez Andrade, dejó de ser el sobrino de José Andrade, y paso a ser “la Perla Negra”.

Cuatro años más tarde en Suiza 54, Uruguay defendía el título con la base del Mundial anterior, y el agregado de Juan Hohberg por Gigghia y en lugar de Matías Gonzalez, José Santamaría, quien luego jugaría muchos años en el Real Madrid de Puskas y Distéfano y dirigiera al seleccionado español. En dicho Mundial, Andrade volvió a jugar todos los partidos, incluso la semifinal entre Uruguay y Hungría que fue catalogado como “el más bello espectáculo futbolístico que vieron los tiempos”.

Los magiares estuvieron en ventaja de 2 goles hasta el último cuarto de hora. Allí, según la prensa de la época, de la mano de un partido espectacular de Rodríguez Andrade, Uruguay logra empatar con goles de Hohberg y Schiafino e incluso en los descuentos Schiafino tiene la victoria en sus pies luego de burlar al portero, pero su remate culmina con el balón clavado en el fango. De esta manera fuerza el alargue en donde Rodríguez Andrade termina jugando desgarrado. Finalmente, Hungría se impone 4 a 2 y le propina a Uruguay su primera derrota en la historia de las Copas del Mundo, relegándolo al cuarto lugar.

Una vez retirado de la actividad futbolística, Rodríguez Andrade, comenzó a trabajar como ujier en el Palacio Legislativo (Congreso). Allí permaneció durante cerca de 20 años.
Fuente: Don Balón

Andreu Bosch

Tímido, humilde, de noble corazón... Así le recuerdan quienes le conocieron: un futbolista que pasó por la vida como una exhalación. Su compromiso con el colectivo le convirtió en una pieza clave del Barcelona de la década de los 50, último periodo glorioso de la entidad hasta 1973. Bosch, fan de Kubala, pudo convivir con su ídolo y sus méritos deportivos le permitieron seguirle incluso hasta la selección FIFA.

Un domingo luminoso y claro, de aquellos en los que, en el antiguo campo de las Corts, el FC Barcelona jugaba a las tres de la tarde, sorprendió a los habituales la presencia en la media azulgrana de un chaval llamado Andreu Bosch Pujol. Era el año 1951 (el chico tenía 20 años escasos) y el Barça se enfrentaba a su gran rival ciudadano, el RCD Español. Muy pocos futbolistas son capaces de convencer a todo el mundo como lo hizo aquel día el muchacho que sólo una semana antes todavía se alineaba en el filial, entonces llamado España Industrial. En la salida anterior, el Barcelona había jugado en Canarias contra la UD Las Palmas y la media la habían formado Mariano Gonzalvo (Gonzalvo III) -uno de los clásicos en la historia ‘culé’, capitán en esa famosa temporada de las Cinco Copas- y Joaquín Brugué, otro joven de la misma edad de Bosch pero que en realidad era un defensa y que, con posterioridad, se afianzaría en el centro de la zaga barcelonista, cuando había que suplir a otro grande, Gustau Biosca.

Pero aquel día, en Las Palmas, la prueba no había dado buen resultado. Al entrenador, el eslovaco Fernando Daucik, a la sazón cuñado de Kubala, se le notaba algo desorientado, dubitativo… Quizá fue por eso que el capitán Gonzalvo se atrevió a sugerirle: "Mister, en el filial tenemos un chaval que juega de interior pero que podría muy bien adaptarse al puesto de medio. ¿Por qué no le llama?"

Y Daucik lo hizo. Convocó al chico y le hizo jugar de medio volante al lado de Gonzalvo III. Un acierto. Ya no se movió de la titularidad. Primero con el capitán. Y más adelante, junto a Flotats, el indesmayable marcador del fenómeno Di Stéfano.

En aquel tiempo, los equipos que podían contaban con equipos juveniles (hasta los 18 años), de aficionados y los de posibles tenían también un equipo filial. En el Barça se trataba del España Industrial, nombre de una importante empresa sita en la barriada de Hostafrancs, pegadita a Sants y las Corts, barrios de indudable raigambre barcelonista. El España Industrial contaba, en la misma sede de la firma, con un estupendo campo de hierba, para delicia de propios y extraños. Era un terreno en perfectas condiciones en el que los jóvenes se formaban con la esperanza de dar el salto al primer equipo. Como sucedió con nuestro hombre de referencia, con Gràcia, Manchón y un largo etcétera.

Por cierto, el España Industrial hizo méritos para ascender a Primera División la temporada 1952-53, renunciando a ello por su condición de equipo filial. Tres años más tarde, volvió a ganar esa plaza de privilegio y entonces el FC Barcelona decidió cambiar los estatutos, que el equipo se desvinculara oficialmente de la tutela azulgrana y que pasara a llamarse Club Deportivo Condal, con lo que pudo jugar en Primera compartiendo el Camp Nou con el Barça. Cuando ambos equipos se enfrentaron, con el Condal en la condición de local, fueron sus jugadores los que ocuparon el vestuario habitualmente destinado al FC Barcelona. Empataron a uno, resultado que perjudicó sensiblemente al Barça. Pero nadie quería que se empañara lo más mínimo la realidad, más que la simple presunción, del juego limpio. Hoy en día la labor formativa de aquel España Industrial, que luego se llamaría Barcelona Atlètic, la cumple el que conocemos como Barça B.

Andreu Bosch Pujol había llegado, pues, al primer equipo recomendado por Gonzalvo III y bendecido por Fernando Daucik. Había nacido en Barcelona, el 22 de abril de 1931 y era hijo de otro Andreu Bosch, también jugador azulgrana entre los años 1922 y 1929, que ganó precisamente la primera Liga disputada en España, la de 1928-29. Bosch padre llegó a disputar, vestido de azulgrana, 114 partidos y marcó nueve goles. Su hijo, desde 1951 hasta 1960, participó en 221 partidos y firmó 22 goles. Pero es difícil llegar y besar el santo de la manera en que lo hizo Bosch. Debutó el 30 de diciembre de 1951, ganando al Español, 2 a 0. Y al final de la temporada, ya se había proclamado campeón de Liga, de Copa, de la Copa Latina y de la Copa Eva Duarte. Esta última sin jugarla, puesto que debían disputarla los campeones de Liga y Copa, y como el Barça se había anotado los dos títulos… Una alineación tipo de aquella temporada era la formada por: Ramallets; Martín, Biosca, Seguer; Gonzalvo III, Bosch; Basora, César, Vila, Kubala y Manchón.

Apenas un año y tres meses después de su debut en la élite, el 19 de marzo de 1953, precisamente en Barcelona y contra Bélgica, Andreu Bosch debutó como internacional en una selección española en la que también se presentaba Garay. En su segundo encuentro internacional contra Argentina (Buenos Aires, 5 de julio de 1953) quien debutó fue, nada más y nada menos que Ladislao Kubala, héroe de juventud de Bosch, y a quién idolatraba más que admiraba. Tanto que, alguna vez, un compañero del Barça, medio en broma y medio en serio, llegó a espetarle: ”Eh… que también jugamos nosotros”. Y es que Bosch, en cuanto recibía el balón no tenía ojos más que para su reverenciado Laszi. En total, el medio catalán jugó ocho encuentros con la selección nacional: los dos citados y contra Chile, Suecia, Turquía, Francia, Egipto y Alemania.

En sus nueve años en el Barça se ganaron cuatro Ligas, cuatro Copas de España, una Copa Latina, dos Copas de Ferias y dos Eva Duarte. Todos aquellos que le vimos jugar recordamos su gran clase, su temple, su zancada natural y su participación en un fútbol integral que fundamentalmente premiaba el colectivo. Y quienes jugaron junto a él, sus compañeros, hablan de su gran corazón, de su humildad, de una cierta timidez y de su espíritu de compañerismo… a pesar de aquella indisimulable predilección por Kubala. Pero incluso cuando ya era un jugador consagrado –cosa que como ha quedado dicho ocurrió casi de inmediato- no se cortaba un ápice si tenía que preguntarle a su mentor, Gonzalvo III, a lo largo de un partido: “¿Lo he hecho bien? ¿Estoy bien situado?”.

Bosch se inició en el fútbol en el modesto Gurugú y de allí pasó al Deportivo Alegría, Barcelona aficionados, España Industrial, FC Barcelona (primer equipo), Real Betis y Elche CF. Después sufrió un terrible accidente automovilístico que le mantuvo un tiempo de incertidumbre en la UVI y que le dejó secuelas, complicadas posteriormente por una afección renal que le obligaba a someterse periódicamente a diálisis. En el último homenaje que en la ciudad de Granollers se dedicó al Barça de las Cinco Copas, ya se le vio muy desmejorado y no pudo quedarse al almuerzo que les ofrecieron. El 17 de diciembre de 2004, recibió el auxilio espiritual de los Santos Óleos, siendo enterrado en el cementerio de la misma Granollers.

En realidad, Andreu Bosch Pujol lo hizo todo deprisa. Llegó a lo más alto a una edad temprana, triunfó de inmediato y tuvo problemas de salud, demasiado joven.
Fuente: Don Balón